domingo, 27 de enero de 2013

Gasolineras

Hoy, en el viaje de vuelta (o de ida, que nunca se sabe) he echado gasolina.

Siempre suelo repostar en el mismo sitio. Quizá es por si un día me quedo sin dinero o la tarjeta no funciona me digan aquello de "No te preocupes, que te conozco" y pueda seguir camino a casa y no al cuartelillo. Hoy había un inusual trasiego, pero poca gente dando sentido a la estación de servicio.

Justo antes de mi, se ha parado un cuatro por cuatro de esos de altísimo estanding. Se ha quedado en una posición un tanto extraña y para entrar a mi surtidor habitual (porque no solo reposto en la misma gasolinera sino también en el mismo surtidor) he tenido que hacer una pequeña pirula. El caso es que luego, sin razón aparente, se ha ido pitando. Extrañísimo.

Si hay algo que democratiza al ser humano es pasar por la gasolinera. Coches de distinta condición se reúnen en ellas, desde mi humilde coche hasta los de más alta cuna. Es más o menos lo que ha sucedido hoy. Cuando me disponía a llenar el depósito he reparado en que en el de al lado se había parado un Audi, color cereza, de tres puertas. De él se han bajado un par de Borjamaris y Pocholos cualesquiera, con quemado de sierra, por supuesto. Mientras yo me acercaba por la manguera, la otra, ellos miraban alrededor como recién descendidos de una nave espacial. Ahora, en la práctica mayoría de gasolineras salvo en las de pueblo, te tienes que servir tu. Y este par de dos no estaban muy por la labor. Cuando iba a ofrecerme a cambio de una pequeña propina, altruista que es uno, veo que toman el camino de la tienda. Uno de ellos vestía gorro gris ceniza y unos pantalones butano chillón que creo firmemente que algún desgarro de retina habrán provocado. Y se han pedido un café, dejando el coche delante del surtidor. Y, el que venga detrás, que se joa.

Pero la alegría me la he llevado al pagar. Hace unos días, y traicionando mis principios, estuve en otra gasolinera. El chaval fue muy amable y me ofreció miles de tarjetas de fidelización, que a la larga se convierte en esclavitud. Y, entre ellas, una que me descuenta no se cuánto en el carburante. Hoy el descuento ha ascendido a la astronómica cantidad de 38 céntimos de euro. Así que he mirado a la barra donde estaban mis vecinos de surtidor y les he dirigido una mirada de superioridad. La semana que viene seré yo quien aparque el Audi y se tome un café. Pero descafeinado, que si no luego no duermo.

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