Los acompañantes esperan a que las habitaciones queden limpias. Nos apoyamos en los quicios de las ventanas y nos miramos, como comprobando si alguno falta, por si alguien nuevo se hubiera unido al club y esperando que los que falten estén ya en casa.
Es la hora del aseo. En los hospitales la rutina es aún más precisa que en el resto del mundo. Cada cosa tiene su hora. A las 7 son las pastillas. A las 8 el desayuno. El despertar, si es que ha habido sueño, viene bajo el brazo de los enfermeros y auxiliares. Luego llega la hora del médico, tan impredecible como un chaparrón en primavera.
Con las estancias prolongadas la gente empieza a conocerse. Se establece un vínculo entre trabajadores y enfermos en el que creo que sólo escapan los médicos. Y ese vínculo se refuerza con las segundas hospitalizaciones. Aunque estén en plantas distintas.
La gente camina en silencio por los pasillos. Se saluda, a veces sin decir nada. Normalmente hasta cabizbaja. Algunos canturrean. Se ven a veces enfermos paseando con el suero como escudero fiel, cogidos de algún brazo, intentando echar el tiempo fuera. Porque si hay algo infinito en un hospital es el tiempo.
martes, 15 de enero de 2013
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