Por fin lo hemos conseguido. Estamos en la sala de urgencias. No voy a entrar en los pormenores de la negociación, pero ha sido dura.
La llegada ha sido como siempre. Afortunadamente había aparcamiento, que es escaso y de alto standing, como corresponde a nuestra condición de enfermo y acompañantes atribulados. Como antes, que solo comía pollo el que estaba malo. Los tiempos, que evolucionan.
La cola de admisión era escasa, pero como la burocracia se extiende a todos los ámbitos de la existencia humana, nuestro turno se hace esperar. Sencillas y breves explicaciones, hay que ahorrar saliva para el médico, y a esperar en la sala.
Elegimos el banco cercano al ascensor, por aquello del entretenimiento gratuito. Es curioso, pero en la sala de urgencias nadie parece enfermo. Unas chicas comen y beben enfrente de nosotros. Una de ellas se ha hecho una luxación en un tobillo. También hay un señor resfriado, que va delante nuestra, y otra gente que espera sin orden y enfermedad conocida. También hay niños, pero las urgencias pediátricas van aparte. La consulta está en la propia sala de urgencias. A veces los niños lloran y es muy desagradable. Y triste.
El señor mayor que se quejaba de la falta de señoritas en la admisión ha entrado en la sala, pero mientras escribo se ha perdido. La chica del esguince pasa en estos momentos en busca de radiología. Se meten en el ascensor pero no es ahí. Amablemente les indico el camino y abro la puerta.
Ya ha vuelto el señor protestón. Llaman al enfermo. Los acompaño a la doble puerta metálica que abre la recepcionista y vuelvo a la sala. Ahora toca la otra espera.
sábado, 12 de enero de 2013
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