Hoy hemos vivido un día histórico. Por primera vez en no se sabe cuantos siglos un Papa ha renunciado a seguir con su misión en la Tierra. Que cualquier persona pueda dimitir en lo suyo es un derecho y, en algunos casos, hasta una obligación. Pero ¿qué tiene esta dimisión que sobresalta a todos?
No hay más que recordar a los Papas anteriores. Juan Pablo II, el llamado Atleta de Dios, experimentó un largo suplicio en sus últimos años de papado, uno de los más largos de la Iglesia. Quizá el sufrimiento que experimentó pudo ponerse como ejemplo de que las responsabilidades van muy en serio, pasando por encima de ese relativismo moral marca de la casa de la Europa de los años noventa, y que eso del compromiso, con Dios, los demás y uno mismo es algo para no tomárselo a la ligera. Que tras la juventud loca y la madurez serena viene la época que nadie quiere ni para sí mismo ni para los demás, que tampoco es plan de ser cuidador en el tiempo libre.
Pero quizá, al menos para mi, lo más desconcertante es el hecho inédito de la dimisión. La novedad, lo desconocido, causa en el hombre de a pié, yo mismamente, inseguridad y desconcierto. Si al menos esta situación se hubiera dado antes... El no ser la elección de un nuevo Papa por la muerte del anterior hace que se disparen las elucubraciones, sobre guerras de poder y las guerras particulares que estos santos hombres se lleven debajo de las sotanas. Lamentablemente, por muy divinas que sean las instituciones, es la mano del hombre la que lo corrompe todo. Quizá algún día lo sepamos.
Después de la renuncia, tocará retirarse a un convento de clausura, a escribir, orar y descansar. La verdad es que el plan me da bastante envidia. Quizás me pase por Roma a echar algunos currículums. Por si en un futuro hubiera suerte.
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