Hoy me han sacado de clase de improviso, sin esperarlo. Tengo la teoría, posiblemente ridícula, de que si piensas en algo que te preocupa no empeora, hasta que por alguna historia tu mente se evade, la preocupación se escasa y el problema se agrava. Quizá me traicióno la tarima, de la que ya hablaré y, de repente, me sacaron de ese momento al que me había evadido.
Es curioso cómo se reacciona en determinados momentos. Me debatía entre el show must go on y el salir corriendo. Y creo que fabriqué una alternativa mixta bastante resultona: correr de una clase a otra, mandar un par de ejercicios y pedir permiso para irme.
Tomé de equipaje el abrigo y las gafas de sol. Y salí pitando, no sin antes tirar la basura y desconectar la wifi. Hay que mantener la compostura. Y me puse en camino con más luz y menos esperanza de lo habitual. Realicé el debido comentario de texto y estilo a la inconexa conversación telefónica. Y el viaje no se me hizo tan largo como esperaba.
Llegué y fui conocido. También me dieron detalles sobre señoras requirientes. Y nos fuimos a comer con bastante desgana a un concurrido y cercano bar que no me agradaba. Pero no estoy yo para exquisiteces. Hoy la comida tiene un papel estrictamente práctico y funcional.
Comemos al sol. El pan tiene mejor sabor que pinta, lo que me sorprende y agrada. A pocos kilómetros la gente celebra una primavera intermitente que no me dice nada y que, honestamente, me resulta bastante antipática. Y un antiguo alumno acaba de ser padre.
Supongo que es eso lo que se conoce como vida.
viernes, 15 de marzo de 2013
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