El frío se presentó de pronto. Tan de pronto que puso el brasero, sin recordar que la mesa camilla lo tendría preso para siempre, como una cenicienta cualquiera salida de un cuento.
Y, recostado en el sofá, vio por la ventana como caía la tarde, como las nubes del horizonte se fundían con el azul del cielo, en ese color de las tardes anodinas que no presagian nada salvo un nuevo día, que ya suele ser bastante.
La habitación también se tiñó de negro. En la pantalla apagada del televisor se veían las luces del pueblo de al lado, así con el recorte de la reja. Solo el rojo del piloto rompía la quietud.
Me invade las piernas el calor del brasero. Rueda el móvil hacia el suelo. Sueño.
lunes, 29 de octubre de 2012
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