La primera vez que la vio no la esperaba. Se sintió entre sorprendido y disgustado. No le gustan los cambios, pero eso el banco no lo sabe. Quizá debería decirlo en una de sus múltiples llamadas a la hora de la siesta, justo en el sueño de después del té, con el tiempo y la novela de fondo.
Pero algo hizo que pensara en ella cuando estaba en el trabajo, del que se había distraído para ir a verla. Entró en Internet a ver el saldo de su cuenta, a pesar de que sabía perfectamente cuanto dinero tenía. Y recordó que siempre pensó en ser accionista. De la compañía que fuera. Así que al día siguiente volvió a renunciar al desayuno por cumplir su sueño. Y allí estaba ella, con sus ojos oscuros, su tez clara y su pelo liso a la altura del cuello.
Se sintió el hombre más feliz del mundo cuando por fin recibió la carta con la feliz noticia. Había comprado su primera acción. Hasta sus compañeros de trabajo le preguntaron el por qué de su alegría y se sintieron extrañados al conocer el motivo.
En la resaca de sentirse todo un tiburón de los negocios pensó en qué sería de su ya gran fortuna. Preocupado por ello, decidió ir a verla a día siguiente, sin faltar, para ver qué hacer. La angustia lo mantuvo despierto toda la noche. Y antes de que el guardia de seguridad abriera la sucursal, nuestro amigo ya estaba dentro, esperando sentado mientras se cargaba el programa operativo. Tras muchas explicaciones, contrató un seguro digno de un rey. Y marchó tranquilo a trabajar.
Al llegar a casa se sintió inquieto. Sus caudales estaban a buen recaudo, pero no era capaz de quitarse esa ansiedad que lo invadía. Tenía una acción, un seguro, un depósito y hasta tres tarjetas a cual más cargada de ventajas y descuentos. Pero se sentía vacío. "Algún producto me falta todavía por tener", pensó.
Probablemente, le faltaba aquello que no podría contratar.
martes, 16 de octubre de 2012
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