De tanto mirar tras unos cristales, el ojo se acostumbra a lo que ve, o quizá a lo que quiere ver. Porque no hay que olvidar que es el cerebro el que forma la imagen y es él quien, en última instancia, decide si prefiere ver la realidad o engañarse, que no es mal plan como defensa.
Aunque en ocasiones me planteo si es correcto aquello que veo. Los que somos partidarios de las verdades absolutas, pues estamos acostumbrados a que dos mas dos sean cuatro o, si no lo son, haya alguna explicación por peregrina que sea, nos cuesta creer que eso es así, que no todo es blanco o negro, sino que existen los grises con toda la gradación que seamos capaces de darle. Por eso, aunque nos cambien las gafas o nos limpien los cristales, nuestros ojos siguen viendo lo que están acostumbrados a ver.
Y es entonces cuando aparece la duda. La duda como curiosidad, la duda como confusión, la duda como temor, la duda como remordimiento e incluso la duda como resentimiento. El pensar si todo nuestro mundo es verdad o una ficción. Si somos capaces de soportarla o lo suficientemente valientes para cambiarla.
Los ojos, a fin de cuentas, son tan solo una fuente de información. La decisión corresponde a otros. ¡Ah, la dejación! ¿Qué sería de los humanos sin ella?
sábado, 6 de octubre de 2012
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