Los días de visita solían ser fuente de sorpresas. Aquél día no recibiría la habitual visita, sino que una amiga, Angelita, la llevaría a su cortijo. A pesar de no vivir cerca, habían sabido mantener viva su amistad y, aunque no con la frecuencia que quisieran, solían verse. El hecho de mudarse a la residencia sorprendió a Angelita. No lo acababa de comprender.
Hacía unos años que su marido y ella decidierno disfrutar de la vida. Y justo tras la jubilación de eĺ, decidieron gastar parte de sus ahorros en un cortijillo, una casa con piscina para ver disfrutar a los nietos y algo de huerto para cultivar sus propios tomates. Y eso que ninguno de los dos era de campo. Tras mucho insistir, un domingo recogieron a Benita y se fueron a ver el cortijo.
El camino no fue largo. Y el cortijo no era más que una parcela con una preciosa casita enmedio, una coqueta piscina y un montón de pequeños bancales por todas partes. Lo primero que llamó la atención de Benita fue un pequeño jardín dormido, más que nada por el invierno, pero en el que ya empezaban a despuntar algunas hojas verdes, señal inequívoca de que la primavera estaba cerca. Angelita comentó lo precioso que se ponía ese rincón en verano.
- Tienes que venir a verlo entonces, le dijo. ¡Ah!, y darte un baño en la piscina.
En la parte de atrás estaban la piscina y más bancales. El agua estaba ahora verdosa, pero el marido de Angelita, Pepe, no dejaba de glosar lo azul que estaba el agua en verano y los chapuzones que se pegaban sus nietos durante toda la estación. Y esoq ue en ese pueblo no hacía demasiado calor en esa época.
La casa era pequeña, con dos dormitorios, cocina y un enorme salón con chimenea, que sería el lugar perfecto para la comida elegida. Angelita no invitó a Benita sólamente para que viera la casa. Quería probar sus famosas migas en la leña, hechas al fuego de los troncos que tenían allí esperando. Con mucha pringue, como en los viejos tiempos. Con vino del país. Y con siesta después. Aunque en vez de siesta, Angelita le contó cómo habían dado con aquél lugar y los proyectos que tenía para la casa. Aunque estaba bastante bien puesta, quería hacer unos retoques.
- Espero que en los domingos que quieras te vengas y me ayudes.
- No te preocupes, cuando quieras me llamas.
Por la tarde, sobre la hora en la que el Sol se pone, regresaron a sus vidas. Ella, que viajaba en el asiento de atrás del coche, se volvió para contemplar la puesta de Sol y, en ese momento, comprendió que se había enamorado de aquél lugar. Contaría los días hasta su vuelta.
domingo, 14 de agosto de 2011
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