Lo bueno de las grandes ciudades es que el transporte público funciona muy bien. Al menos es lo que un visitante ocasional percibe, quizá habría que preguntar a los usuarios más frecuentes. Por lo menos hay variedad y es rápido, no como en mi ciudad, que aparte de caro es malo de solemnidad.
Uno de ellos es el cercanías. Trenes inmensos que llevan a tanta y tanta gente todos los días, de casa al trabajo o al cine. Que los cambia de sitio por unos momentos. Siempre pienso en la cursilada de las vidas paralelas que coinciden por unos minutos y esas cosas.
Pero luego hay gente que hace del tren su modo de vida. Gente que pide un momento de atención y nos cuenta la historia de su vida, desgarradora a veces o increíble en otras ocasiones. Cuentistas profesionales o gente que lo ha perdido todo y que se traga la vergüenza para salir al medio del vagón e intentar sobrevivir un día más.
La reacción suele ser siempre la misma: mirar al infinito. Los viajeros del cercanías miran al infinito siempre que viajan solos. Quizá si van acompañados se permiten hablar, más fuerte cuanto más numeroso es el grupo. Pero pareciera una regla no escrita el no hablar. Al igual que el evitar siempre cruzar los ojos con otro viajero. Que no te miren que miras.
Al final de la actuación o del sermón se hace el silencio. Un silencio que se me antoja bastante incómodo. Nadie parece hacer nada ante la tragedia. Si acaso unas monedas y luego, partir rumbo a otra parte del convoy, esperando algo más de suerte. Es cuando suena la música y una voz nos informa de que la próxima parada es la nuestra.
domingo, 29 de abril de 2012
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