Desde siempre me hablaron de ella como una mujer muy mala, a la que había que evitar. No hay nada tan excitante para el ser humano que las prohibiciones que se le hacen, sobre todo las más tajantes, sobre todo las que se hacen con el gesto grave del amigo que te aconseja. De nada sirvió, por supuesto.
Claro que en aquel entonces yo era un joven ávido de experiencias y de remar contracorriente. No haría caso de los consejos de los demás. Sorprendentemente, era lo más fácil, lo más inmediato, lo que menos problemas me causaría. Y quedé con ella un día en el parque.
Paseamos en silencio. Durante un buen rato llené yo la conversación. Hice chistes, preguntas triviales, preguntas severas, abrí mi corazón. Pero solo obtuve el silencio por respuesta. Y, al mirara, unos hermosos ojos verdes, de los que querían brotar dos lágrimas, se me grabaron para siempre en mi recuerdo.
Nuestros encuentros se fueron haciendo más frecuentes. Yo sentía cada vez más curiosidad, pero ella era un muro de silencio. La desazón me fue invadiendo poco a poco. Pero ella debió notarlo aquella noche cuando, justo al despedirnos, me dijo: "No quiero nada más que tu corazón"
La frase retumbó en mi cabeza de camino a casa, mitad amenaza, mitad salvación. Mis sueños me trajeron extrañas noticias y pensé que al día siguiente me despertaría como si todo hubiera sido un mal sueño, una jugada del subconsciente. Comprendí entonces los consejos y sentí miedo y algo de arrepentimiento.
Pero al entrar el sol por la ventana, te iluminó. Estabas a mi lado, profundamente dormida. Miré tu cara, tus ojitos cerrados, y vi brotar esas dos lágrimas que siempre estaban en tus ojos. Recorrieron despacio tu suave cara y se posaron junto a mi en la almohada.
Entonces comprendí que siempre estarías conmigo. Que siempre sería la soledad mi compañera.
miércoles, 25 de abril de 2012
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