Al hilo de ciertas paradojas he recordado que, una vez, tuve una tortuga. Mi tío me la compró, supongo que porque estaba harto de tanto gato que andaba entonces por mi casa y me apetecía algo de variedad. Después de varias intentonas mascoteras, acabé con una tortuga, metida en una caja de cartón con agujeros, en mi casa.
Su primera vivienda fue una caja de galletas, Krittitas, de plástico, con algo de agua y una piedra. La cosa era bastante descorazonadora, porque la tortuga nada más verte se iba al agua y se escondía debajo de la piedra, y no salía por mucha comida que le echaras que, por cierto, tenía un olor bastante peculiar. Al menos, con los gatos, si los llamabas con insistencia y el gato tenía algo de hambre existía la posibilidad de un sobeteo fugaz. Pero la tortuga se me antojaba insobornable en ese aspecto.
En previsión de que el hábitat tortuguil se quedara pequeño, mi tío me buscó una pila grande de piedra, donde se podría poner algo de agua y así tendría una vivienda más digna, tal y como establece nuestra constitución. Firmamos la hipoteca y mi otro tío hizo una tapadera con una tela metálica, para evitar fugas infinitesimales. Yo, al verla, expresé en un episodio de sabihondez infantil que podríamos calificar de "moderado" que la tela que le habían puesto tenía un agujero demasiado grande y que la tortuga se podría escapar. Pero los responsables de la infraestructura me dijeron que sería improbable, porque la tortuga no se daría cuenta. No obstante, por si acaso, fui colocando unas ramitas secas de madreselva, para estrechar la cosa. Pero la tortuga, que no era boba, se dio cuen y, una mañana, desapareció de su casa, dejando la hipoteca a medias. Y, de camino, me dio la razón, desencadenando una crisis familiar.
Primero Zenón y luego esto. ¡Qué carácter tienen las tortugas!
martes, 29 de mayo de 2012
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