Hoy me he levantado muy temprano. Incluso, cuando me he levantado, ya estaba despierto. He desayunado y he ido en busca de la sierra.
He hecho fotos. He pasado por puentes de madera, con el agua rugiendo debajo de mí. Y ese ruido me ha acompañado durante casi todo el día, convirtiéndose en la banda sonora perfecta, acompañando mis pasos por el sendero. Y, a veces, los pájaros y los insectos le hacían los coros. Y el viento que bajaba del Mulhacén ha dado un espectacular concierto, moviendo las ramas de los árboles con fuerza y precisión.
He visto un jabalí muerto. He visto una piara de jabalís, vivos, afortunadamente. He visto una cabra montés y un macho, supongo que de amoríos por la sierra. He visto procesionaria. Y, afortunadamente, no he visto muchos animales de dos patas.
He visto unas montañas que ya conocía, pero un poco más cerca. Casi les he podido susurrar cosas y hasta las he visto de forma distinta. Pero he conocido una montaña de la que no había oído hablar. Una montaña que se levanta majestuosa, imponente, mágica, que apunta al cielo con miles de aristas, desnudas de nieve a estas alturas del año. Una montaña que se llama Alcazaba y que tendré que visitar otra vez.
He visto el deshielo trazar los caminos de la primavera, con riachuelos de agua que bajan con fuerza y que hasta se llevan puentes. He bebido del agua de todas las montañas que he rodeado. Agua recién hecha, agua que posiblemente esta madrugada fuera nieve, nieve que alfombraba las montañas, montañas de las que se separa por un tiempo, hasta el otoño. He agradecido ese agua, que me ha animado cuando mi garganta estaba seca por el esfuerzo de tantos pasos ya dados. Agua pura de todas y cada una de esas montañas.
Y he cruzado un río, con mis pies desnudos sobre las rocas, resbalosas. Y he sentido su fuerza en mis piernas. Y he recibido el mejor acicate para mis cansados pasos.
sábado, 12 de mayo de 2012
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