Con este calor le asaltan a uno los problemas del verano. La tele te distrae mientras se hace la hora de dormir, bien con una película o bien de fondo mientras intentas hilvanar pensamientos. Pero llega el sueño y la cama te reclama. Te cepillas los dientes, pones la alarma, compruebas la temperatura y te tiendes boca arriba, mientras cuentas si sigue habiendo cinco focos en el techo y si, realmente, forman una w o una m.
La sábana bajera se calienta. Es inútil moverse, porque el calor va contigo, pero te engañas por un momento. Lo prefieres. Tu espalda comienza a sudar y te das la vuelta, pero no puedes dormir de lado, y vuelves a tener la cabeza mirando al techo.
Ves las sombras que proyectan los faros de los coches que pasan, tamizadas por la persiana que te separa del mundo y que te da algo de intimidad, que suele ser la antítesis del verano. Las sombras te recuerdan al pasado, y empiezas a hilar. Los recuerdos te invaden, se quedan en el techo. Los podrías contar. Las decisiones erróneas, los amigos decepcionados. Tu cerebro espanta al sueño y sabes que la noche irá para largo, pero te quedarás a esperar, tumbado, inmóvil.
Oyes a los vecinos, hablando de sus problemas, gritando a sus hijos, meando y tirando luego de la cadena. Te levantas a beber agua de la nevera. La sientes bajar, fría, por tu garganta, como un bautismo que te renueva. Vuelves a ser horizontal. Oyes la gente que habla en la calle, de los temas más variopintos, ajena a lo que ocurre en tu microcosmos. La suave brisa de la noche te trae sus palabras, pero solo te interesa la brizna de viento frío que entra y te trae un poco de alivio para la noche, esperando que una de ellas te devuelva el sueño que rompió el pasado.
Al día siguiente un rayo de sol se posará en tus párpados. Te despertarás y todo te parecerá un mal sueño. Hasta la noche siguiente.
domingo, 13 de mayo de 2012
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