Esta mañana, una vez finalizadas mis tareas habituales, me he autodesplazado a la localidad vecina para adquirir un elemento reflectante, una cinta con velcro, para mis excursiones andariegas vespertinas. Tras una pequeña excursión en busca de aparcamiento, he podido llegar a la tienda en cuestión.
No se si alguna vez se han parado a ver la diferencia entre las tiendas preferentemente masculinas y las preferentemente femeninas. En las tiendas que ellas frecuentan está todo cuidado, limpio, hay música de fondo, bullicio... en fin, que da gloria entrar. Allá donde he ido a comprar el citado aditamento senderístico, una ferretería, el ambiente era muy distinto. No diré que todo estuviera sucio, pero algo dejado sí que estaba. Se podía aspirar el típico olor a ferretería, donde los productos de muy distinto origen conviven pacíficamente uno al lado del otro. En el largo y desvencijado mostrador había miles de cosas, desde cacharrillos para firmar para cuando se paga con tarjeta a catálogos de lo más variopinto, pasando por tuercas y tornillos y montañas de papeles.
Al entrar había solo hombres. Estaban todos en silencio, esperando su turno. Uno, que está acostumbrado al mercadillo, estuvo por pedir la vez, pero para evitar que se cuestionara mi masculinidad evité hacer tal pregunta y decidí utilizar mis enormes dotes deductivas para ver detrás de quien me tocaba.
Entonces reparé en una voz. Se trataba de un señor, de unos 50 largos, que hablaba sin parar con otro señor, posible acompañante en la compra o bien otro cliente que estaba siendo la víctima necesaria. La cuestión es que estaba hablando de que se había muerto una señora, que por lo visto era tía de su padre, pero tampoco le tocaba mucho. Por lo visto iba a hacer algo ayer, pero como se murió tuvo que ir con su mujer al funeral. Y ha seguido hablando, aportando tal cantidad de datos que mi cerebro se ha sobrecalentado y he estado casi por irme. Pero uno nunca se va de una tienda de hombres, permanece en ella hasta que le toca su turno, arriesgándose a perder el tiempo, cuando una mujer ya habría preguntado si hay lo que busca para esperarse o no.
De repente han surgido dos dependientes, pues hasta el momento nadie despachaba. Uno de ellos le ha sacado a nuestro hablador cliente un muelle larguísimo y otro unos tornillos. El muelle, por lo visto, no le acababa de interesar, porque tampoco usaba mucho aquello que utilizaría el mueble (siento no saberlo ni haberlo podido deducir). El otro le ha sacado dos tornillos que nuestro cliente se ha puesto a medir con una herramienta parecida a una llave inglesa, con bastante poco acierto por otro lado, como el mismo ha reconocido a su interlocutor. Pareciera que los tornillos no eran del todo de su agrado, así que se puso a discutir con su acompañante.
Mientras se decidía si se compraba o no los tornillos y el muelle, nos han ido atendiendo a los demás de forma gradual. Y, al final, no había de lo que yo buscaba. No me importó. Con tal de no oír hablar más a ese hombre me conformo. Y encima eso me ha salido gratis.
viernes, 18 de mayo de 2012
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario