Mi madre es bajita. Al menos eso pienso ahora, que soy mayor, aunque no tanto. Quizá sea la perspectiva de la altura, que no la perspectiva de los años.
Hablo con mamá todas las noches. Me cuenta qué tal le ha ido el día y me cuenta cosas de su amiga Conchita. Que si Conchita esto, que si Conchita lo otro... También me cuenta lo que ha hecho por la mañana. Si ha bajado al mercado, a comprar algo o al banco. Me cuenta que se encontró con D. Jesús y le habló de sus nietos y me dice que cuándo la voy a hacer abuela. También que se encontró con Manolo, el de los periódicos, que ya está mejor de lo suyo y que se alegraba de verla.
Me cuenta mamá que el gato está hecho un primor. Que parece que entiende lo que se le dice y responde. Y me lo creo, porque yo lo veo los fines de semana y comparto su opinión.
Me pregunta mamá que qué tal el día. Le digo que bien, aunque no sea así. ¿Para qué contar lo que yo tengo que resolver? Sé que está feo engañar a una madre, pero supongo que ella lo comprenderá, pues fue cocinera antes que fraile, aunque ahora esté todo el día metida en su despacho, como ella llama a la cocina. Le podría contar que los niños estaba hoy hechos un coñazo, que he pasado día más solo que la una o que me siento mal por alguna pena que llevo dentro y que a veces despunta por el blog, pero prefiero que esas cosas se queden a mi lado, en el sofá.
Me dice mamá que si voy a ir este fin de semana, y le digo que no, que tengo sendero. O que sí. Que me pida hora en la peluquería o que nos vamos a ir de compras el sábado por la mañana, que necesito algo de ropa, aunque sea mentira que la necesite. Y se ilusiona pensando en la fruta que comprará en el mercado para mí, en si tengo bastante carne y me dice que salga pronto, para que no se haga de noche.
A veces mamá se enfada. Cuando no llevo bastante ropa o cuando no me afeito. Cuando me ve muy delgado y dice que tengo que comer. Y yo le digo que son sus cosas, que sí que como, aunque sea mentira. Y le digo que la ropa, como es blanca y no la ve nadie, no hace falta que la traiga, que ya me apaño yo. Y sentencio categórico que este año, los jerseys de lana los lavaré yo en casa. Y que salga el sol por Antequera. Y, si se quedan pequeños, ya me compraré otros.
Y a veces mamá se enfada de verdad. Y yo lo veo. Y me enfado también. Y entonces odio a la causa de su enfado.
Mamá se sacrifica a la tele que le ponen, preguntando en vano si habrá alguna película en alguno de los ochocientos canales que tenemos, a sabiendas de que no le harán ni caso. Y los sábados ve la copla. Y me explica con paciencia cómo funciona este año el concurso. Y yo, por más vueltas que le doy y por mucho que se esmere en que yo lo entienda, sigo sin comprenderlo. Pero la preocupación se borra al enseñarle el Youtube, y que tengas ahí la copla que tu quieras cuando tu quieras. Un brillo le invade los ojos. Y yo me siento un poquito feliz por eso.
Mamá nunca pide nada por su cumpleaños. Ni por su santo. Ni en los Reyes. Lo único que quiere es que nos portemos bien. Y, si le insistimos mucho, pide una espalda nueva, o unas piernas nuevas. Y, acto seguido, nos dice que qué queremos comer mañana. Nos ofrece una serie de alternativas, como macarrones o sopa sabrosa y luego carne. Pero, cuando ya creemos que hemos conseguido los macarrones, decide hacer otra cosa que compró porque el pescadero se puso pesado y tiene guardada en el congelador desde hace unos días y que estaba guardando para que yo también la probara. Y entonces nos preguntamos que para qué pregunta.
Cuando vuelvo a mi casa, aunque ella dice que no es así, mamá me prepara el bolso de la comida. Y se enfada porque no me llevo todo lo que ella quisiera. Pero es que no necesito tantas cosas. "¡Claro, como ya no comes!" exclama. Y, acto seguido, me mete la mano en el bolsillo. "Para gasolina" me dice en voz baja.
Felicidades mamá. Aunque no sea tu día. Ni falta que hace.
domingo, 6 de mayo de 2012
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