Al que Dios no le da hijos, el demonio le da felinos. Es mi caso, o más concretamente el de mi hermana, que es la principal cuidadora de los felinos familiares, llamados Nicolás y Coquita, amantísimos hermanos por otro lado.
Una vez al mes toca administrarles la pipeta despulgadora. El que menos problemas da es el gato, porque es mas moscón y se puede coger con más facilidad. La cuestión es que, cuando se huele que le vamos a poner la pipeta, sale corriendo y hay que ir tras él, escaleras arriba y escaleras abajo arrastrando a dos treintañeros, hasta que por fin conseguimos neutralizarlo, le abrimos un poco el pelaje del cuello y le vertemos el contenido de la pipeta. Se resiste pero, al acabar, se queda un segundo quieto y luego echa a correr como alma que lleva el diablo, hasta que a los 30 segundos viene de nuevo a buscarnos, como si nada hubiera pasado. Además, estos días está pocho. Hay que curarle con agua oxigenada una herida que se hizo defendiendo el territorio de su archienemigo el gato negro, sin ánimo de ser xenófobo. Es muy mal enfermo y nos cuesta lo nuestro que se esté quieto. Pero, al final, lo conseguimos.
La gata presenta un comportamiento inverso. Primero nos corre toda la casa pero, cuando conseguimos atraparla, se deja hacer. Y luego incluso se nos acocla en la falda y nos ronronea un rato, hasta que considera que hemos quedado suficientemente ronroneados y entonces se va a la tarima o se esconde en su silla, como si fuera un castillo que la defiende. Lo malo es que al hermano le dan celillos, y mientras le aplicamos el antipulgas mete el hocico a ver qué hacemos, con lo cual el momento antipulgas puede ser bastante caótico, porque faltan manos para controlar a tanto gato.
Pero es que son así. Y por eso los queremos.
viernes, 25 de mayo de 2012
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