Estaba yo esta tarde tan a gusto en mi sofá cuando no tuve más remedio que poner en marcha el ritual de los viernes pares. Por ello, me vestí y procedí a la bajada de la basura, labor que me da una gran pereza, pero tampoco es cuestión de añadir un síndrome más a mi ya amplia colección de, digamos, peculiaridades.
En el rellano me encuentro con mi vecino, con quien mantengo una de esas conversaciones cuya altura y profundidad conmovería al mismísimo Sócrates, que se prolonga en la breve bajada en el ascensor. Nos despedimos efusivamente en el portal y yo me voy en busca de mis contenedores amarillo y verde. A la vuelta, me introduzco en el ascensor, pulso el botón de mi planta y... el ascensor no se mueve.
Un poco contrariado por esta insumisión ascensoril, pienso en que me he equivocado al apretar el botón y he pulsado el de la planta baja. Por ello, sigo con la vista el dedo índice de mi mano derecha hacia el tres, pero la máquina sigue sin moverse. Miro al display y una flecha ascendente le indica el camino al ascensor, pero algo falla.
Entonces me empiezo a poner nervioso. Me acuerdo de aquella película del ascensor que mataba a la gente y pienso en si tendrá familia. En un primer momento, decido pulsar el botón de alarma y que me rescaten, que para eso pago impuestos, pero creo que no va a servir de mucho, pues hay un niño que llora y que da unas barracadas que bien podrían eliminar cualquier posibilidad de que alguien oyera mi llamada de auxilio. De todas formas, me apunto el sugerirle a la familia que la criatura se dedique a la ópera en un futuro.
Pero, en ese momento, me da por mirar a la puerta. Y veo que no está completamente cerrada,pues hay una raja como de un par de dedos de ancha. Pienso que, en caso de quedarme eternamente encerrado en el cubículo metálico, el suministro de comida y bebida estaría garantizado, aparte de que podría leer libros no muy gordos. Y, entonces, se me encendió la bombilla. ¿Y si pulsara el botón de apertura de puertas? Así lo hice. Y debí sentir lo que Adán y a Eva al ser víctimas del ERE del paraíso, pues la puerta se abrió y salí tan feliz, escaleras arriba, camino de mi piso.
Lo malo es que tuve que bajar las maletas a pulso. Lo que decía, que adiós paraíso...
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