El juez analizó las pruebas que los abogados le presentaron. El fiscal lo acusó de ser en algunas ocasiones y de no ser en otras. El acusado intentó defenderse, pero su abogado se lo impidió. Se declaró culpable.
Los testigos fueron subiendo al estrado. Uno a uno fueron desgranando ante su señoría las atroces naderías cometidas por un acusado cada vez más cabizbajo. El abogado callaba y el pobre acusado se resignó a una suerte ya decidida de antemano. Su conciencia estaba tranquila. Él, pobre, no había hecho nada malo, tan solo había sido él mismo durante todo ese tiempo.
Recordaba pasados más felices, pero no supo identificar en qué momento pasó de ciudadano a condenado. Debió ser ese momento en que dejó de comprender aquello que le rodeaba. Ese preciso instante en el que el mundo, su mundo, empezó a girar demasiado rápido, a deslumbrarse. Y cometió el error de sentarse a intentarlo comprender. ¡Pobre idiota! ¡Intentando comprender lo incomprensible! Lo que eran dulces palabras se convirtieron en desprecio e indiferencia.
Vistas todas las pruebas, oídos todos los testimonios, el juez condenó a quien no tenía ningún tipo de culpa. La cárcel le esperaba.
Pero lo que todos ignoraban es que él ya había estado allí antes. Justo en ese momento lo recordó. La cárcel era su casa. Porque allí era donde, en vez de estar condenado, estaría a salvo...
viernes, 11 de marzo de 2011
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