Llegamos cinco minutos más tarde de la hora acordada. Busco caras entre la gente, aunque la verdad es que no hay mucho donde elegir. Con este frío no hay nadie en la calle. Veo una señora moviendo una llave. Nos acercamos. Nos presentamos. La señora (o señor o lo que toque en ese momento) me enseña el camino. Amablemente nos abre las puertas, llama al ascensor y subimos.
Un olor a cañería inunda la escalera. Convenimos en echarle la culpa a la lluvia. Se abre la puerta y, como en los chistes, empieza la diversión. Poco a poco, vamos invadiendo intimidades ya pasadas, personas que vivieron y que algo dejaron impregnado en esas paredes. Me recomiendan que pinte, pero eso ya lo decidiré yo. Mejor dejar para mañana aquello que no te apetezca hacer frente hoy.
Tras andar un rato a paso de museo, mirando y mirando y buscando y buscando, llegamos a la terraza. Impresionantes vistas al cementerio de la localidad, junto a la piscina, el polideportivo y las pistas de padel. El deporte mata, sería la conclusión.
Otro dormitorio más y, por fin, la cocina, auténtico cuarto de estar de la familia. Justamente donde se habla de todo lo importante. Haciendo honor a esa ancestral costumbre, pregunto el precio. Obtengo la respuesta y las condiciones. Un paseo más para despejar dudas y una persiana rebelde que no quiere contribuir a la venta.
Bajamos a la plaza de garaje y el trastero. Suelo cementoso y señales en amarillo. No me gusta tanto como la combinación de blanco en pared, plazas en amarillo y las tradicionales dos líneas rojas de garaje, pero es que en la variedad está el gusto. Rampa cómoda. Un punto a favor.
Me empeño en bajar por la escalera. Dejo a mi guía un poco en ridículo con una puerta rebelde, pero un vecino acude raudo a rescatarnos. Carro de la compra comunitario. Por experiencia sé lo práctico que es. Seguimos sumando.
Nos despedimos. Una última loa. Sonreímos. Mañana será otro piso.
jueves, 10 de marzo de 2011
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