Aparte de un gato que me ignora sistemáticamente los fines de semana que tiene oportunidad de ello, mi vida está llena de animales, algunos de ellos de más de dos patas. Y, especialmente, insectos.
Concretamente, ya desde pequeño los insectos y yo nos declaramos hostilidades. En primer lugar, una avispa me picó estando en parvulitos. Esto me marcó profundamente, por otro lado como tantas otras cosas, y durante bastante tiempo el hecho de oír el ruido de un insecto volar me hacía salir completamente escopeteado. Me admiro a mi mismo cuando, debido a las circunstancias de mi trabajo, me tengo que enfrentar a una avispa interesada en las Matemáticas.
Pero últimamente ronda mi vida otro insecto. Se trata de una mosca gorda, negra que no verde, de éstas que hacen al volar el ruido de un jumbo. Mientras rozo con mis dedos los tan dulces primeros momentos de la siesta, allá que aparece ella, entrando por la ventana del dormitorio y colándose en el cuarto de estar, sin ningún tipo de compasión.
Su entretenimiento consiste en golpear el cristal de la ventana para salir. Que digo yo que para qué puñetas entra si quiere salir. Y se pone a embestir cual mihura, sin compasión por el pobre cristal. Al cabo del rato, me levanto y le abro el cristal, para que salga, no sin antes pegarse otro par de porrazos. Para evitar tentaciones, me aíslo de nuevo cerrando la ventana.
Cuando vuelvo al status quo mosquil, oigo otra vez su maravilloso ruido. Se ha vuelto a colar. La misma mosca estúpida, carente de ideas y de proyecto de futuro. La mosca ni-ni, en una palabra, aunque en realidad sean más y las estemos contrayendo. Y repetimos la situación, no sin antes abandonar la idea de la siesta.
El caso es que me ha debido tomar cariño, porque a veces me visita mientras limpio, mientras preparo la comida, mientras estoy tocando la guitarra. Debe ser una mosca familiar.
Y el caso es que esto me mosquea...
lunes, 9 de mayo de 2011
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