sábado, 23 de abril de 2011

Cachivaches.

Sigo reordenando. En un reconquistado altillo, junto a los miles de cargadores anteriormente mencionados, aparecen mis tres primeros amigos. Mis tres peluches. Supongo que sus nombres ya delatan cierta ironía, la ironía con la que me he ido criando, mi verdadero caparazón. Están un tanto apiñados. Deberían lavarlos. Quizá cuando esta pesadilla acabe. Cerca de ellos, en un rollo rojo, está mi título de licenciado. Y, en algún lugar cercano, debe estar la orla. Siempre olvido llevarla a las casas rurales. Para prenderle fuego, mayormente, por si no hay pastillas para encender la chimenea.

Es en este momento cuando miro y remiro los miles de cachivaches que me rodean. Creo que en esta parte de mis paredes gratuitas estoy a salvo de más bolígrafos, estilográficas o demás gilipolleces fruto de la ignorancia de lo feliz que me hacen las recargas de mi móvil. Un flexo halógeno. Una bombilla. Seis posavasos. Una libreta a medio empezar con problemas de números complejos a medio acabar. Un estuche de Epi y Blas que, según mis cálculos, le choriceé a mi hermana. Parece que tiene algo. Lo abro y me encuentro con dos trompos, con sus respectivas cuerdas. Me habría asaltado mi infancia de nuevo, pero es que nunca lo supe bailar bien. Es lo que tiene haber sido un niño intelectual, que te daban de lado en el recreo.

Cremas caducadas. Cajas de relojes vacías. Cajas de relojes con relojes sin pila. Mini-radios. Va tomando forma en mi cabeza la idea de un mercadillo electrónico.

Habrá que seguir. Me quedan más cosas por quitar. Tengo que seguir buceando en mi propia historia. Y pensar dónde meto los mamotretos de las oposiciones.

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