lunes, 11 de abril de 2011

Contracrítica

Llego al lugar de mi futurible gran actuación. Saludo a mis compañeros, que apenas son más altos que su guitarra. Intento pasar desapercibido, pero no puedo. Saco mi guitarra y me pongo a ensayar. Nervios.

Uno de mis compañeros se interesa por mí. Me pregunta con inocencia que voy a tocar. Le digo el título de la obra y me dice las notas de corrido y sin pestañear. Me agacharía por mi orgullo, pero temo que me lo dejé en casa. Lo único que encuentro es mi fiel tablatura, que me mira sin reproches.

Mientras se hacen los últimos ajustes, mis compañeros corretean a mi alrededor, jugando y gritando felices. Me siento muy extraño entre el guirigay, sin decir nada a nadie. Aquí sólo soy uno más.

Anunciamos el orden. Mi profesor coloca a los alumnos en orden, en el que me incluyo. Identifico mi antecesora. Más nervios.

Entran alumnos pequeños. Entran padres orgullosos. Eso no lo esperaba.

Van subiendo mis compañeros. Sale una niña, que toca durante apenas medio minuto. No hay acordes, tan solo un dedo que se mueve por una cuerda. Pienso egoístamente en que yo lo hago mejor. También es cierto que le quintuplico, por lo menos, la edad. Pero esto último sale muy disimuladamente de mi pensamiento en ese momento.

Toca salir. Palmadas de ánimo. La luz del escenario es la única encendida, con lo que me ayuda a mi estrategia para no ponerme nervioso, pensar que estoy solo en el salón de casa, ensayando como siempre. Solo me falta mi fiel portátil.

Comienzo. Despacito. Parece que todo va bien. Primera frase superada. Ahora viene la segunda. La segunda es fácil. Bien, todo controlado. Me sale. ¡Me sale! Vamos por la tercera estrofa.

Pero me pongo nervioso. Mi mano empieza a temblar. Mis dedos sienten escalofríos. Se han perdido entre la maraña de cuerdas y trastes. Buscan un camino que ellos mismos han perdido, que mis nervios han camuflado tras la sensación de control que tenía al principio. Visto todo unas horas más tarde, aparece como neblina, como una archivo faltante en una carpeta. Mi cerebro me quiere engañar, pero en el fondo sé lo que pasó.

El caso es que acabo de tocar. Recuerdo las indicaciones de mi profesor. Respondo al aplauso con una reverencia y me bajo del escenario con mi guitarra. Sonrisas. Nervios por eliminar. Me siento y sigo disfrutando del programa.

Al final, foto de familia. Mi interesado compañero me felicita por mi actuación. Le devuelvo el cumplido.

Al fin una cosa que no hago demasiado mal. Todavía.

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