Andábamos en tropel por la pista. La noche ya había caído y la luna aún se estaba acabando de arreglar para salir igual de guapa que todas las noches, a pesar de que la dieta que estaba empezando no le sentaba nada bien. Caminaba en silencio, quizá hablando de algo sin demasiada trascendencia. Me apretaba el frontal y, no se por qué, miré hacia arriba. Entonces las vi.
Grité a mis compañeros más cercanos que miraran al cielo y, un tanto instintivamente apagué la luz del frontal. En ese momento, el murmullo de las conversaciones que nos acompañaban desde hace rato me empezó a sobrar. Apenas podía oírlas.
El caso es que al levantar la vista al cielo descubrí que todas las estrellas estaban vestidas con sus mejores galas. Con su hipnótico titilar casi daban ganas de unirse al vals que estaban representando para nosotros. Sentí ganas de dejar pasar la turba que me seguía, tumbarme en un lado del sendero y observar su lenta y periódica danza sobre las tablas del cielo, antes de que la luna llena de junio reclamara su sitio en el escenario.
Incluso las estrellas más timidas, que huyen de las luces de las ciudades, se adivinaban por los lados del escenario, como asomando sus traviesas cabecillas por algún lugar del telón que ya se había alzado.
Aún disfrutamos un rato más del espectáculo, hasta que llegamos a nuestro destino y la Luna, soprano del cielo, comenzó a entonar su aria de cada noche.
domingo, 19 de junio de 2011
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