domingo, 12 de junio de 2011

Bodas

Gente que llega a la Iglesia. Gente que se saluda. Gente que se conoce por primera vez. Gente que se reconoce. Sonríes sin parar, aunque a la mitad de la gente no la conozcas.

Gente emperifollada. Vestidos imposibles. Peinados hiperbólicos. Las palabras de rigor. Los gestos tradicionales. Sigues sonriendo.

Llegas al banquete. Te miras en una lista, como si te examinaras de unas oposiciones. Pasas a la copa de bienvenida. Luchas a brazo partido por el canapé y la cerveza, surtiendo a tus compañeros de fatiga, abalanzándote sobre el camarero si es que ello fuera necesario. Sonríes por si alguno de los sonreídos es tu compañero de menú.

Buscas tu mesa con cara de perdido. Sigues sonriendo a personas que no conoces y que tampoco te interesa conocer. Al fin la encuentras. Saludas y te presentas. Sigues sonriendo.

Transcurre la noche. Pasan los platos, pasa la velada. Te sirven agua. Con suerte, algo alcohólico. Esperas al postre. Esperas la tarta. Te la comes. Sonríes.

Llega el baile. Te tomas una copa. O media. O ninguna. Coges un taxi. Llegas a casa. Le sonríes al taxista, el único que se lo merece, pues te ha traído a casa sin poner pegas. Una novedad, por otro lado. Giras la llave. Te desnudas. Te quitas las lentillas. Dejas de sonreír.

Te pellizcas los mofletes, colorados y en tensión. Están sobrecargados de tanto sonreír.

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