Mientras el capitán del barco apuraba las últimas gotas del café de la mañana y revisaba el plan del viaje para el día que acababa de comenzar, una tormenta se desarrollaba muy lejos de allí. El espectáculo era precioso, pensó el viejo lobo de mar mientras dejaba la taza sobre su mesa.
Se acercó a los vigías. Les observaba quedamente, sin molestarles, pues conocía la importancia de su labor. Quisiera que vieran ese fenómeno de la naturaleza que se desarrollaba tan relativamente cerca de ellos, pero no podía molestarles. Incluso si se lo ordenara no lo harían.
Se sentó en su sillón y decidió esperar a la comida. Apenas había nada nuevo que hacer, puesto que aún tenían que navegar miles de millas por ese mar azul en calma, en el que no se movía nada, para llegar a ningún sitio, pues en los puertos apenas paraban unas horas y seguían su camino sin pausa.
Y pensó en su eterno viaje, siempre de camino, siempre desarraigado. Y, aunque conocedor de su desgracia, dio gracias al cielo por ello, puesto que lo único que necesitaba era su taza de café por la mañana y un espectáculo tan sencillo como el de unas humildes gotas llover sobre el mojado de la olas de la mar.
lunes, 6 de junio de 2011
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