Llegamos a la playa con todos nuestros bártulos tras un viaje de una hora más o menos. Lo malo que tienen las playas es que con esto del urbanismo y que uno no es muy aficionado a parecerse a una croqueta te cambian todos los años la entrada.
Una vez desembarcados debemos luchar por elegir un sitio. Miramos y remiramos y elegimos en un lugar cercano a la orilla pero alejado de otras sombrillas. Ponemos el puesto, buscamos la altura idónea para la sombrilla y dejamos las cosas. Me acerco al agua a probarla, no sin antes quemarme las plantas de los pies. Resulta una forma de caminar un tanto cómica mientras te diriges a la orilla con tu autoimpuesta misión de informador.
Me siento y me pongo la crema. La que antes fuera crema blanca ha devenido en una especie de crema amarilla, de donde se deduce que está caducadísima y, por ende, mañana apareceré quemado, como siempre tras el primer día de playa. Pienso que mejor crema caducada que ninguna y procedo a su aplicación.
Miro a mi alrededor. Un señor de color, de color negro concretamente, toma el sol, lo hace que me asalten muchas preguntas. Sigo mirando y descubro muchas tonalidades, desde el blanco nuclear hasta los morenos más elegantes, pasando por todas las tonalidades del rojo gamba, cortesía de los hijos de la Gran Bretaña que nos rodean. Detrás de nosotros tenemos a tres parejas. Beben vino en copas de plástico, a las cinco de la tarde, con un sol de justicia. Ellos son más discretos. A ellas les faltan unas enaguas y florero.
Sigo mirando. Descubro a los chuloplayas de guardia. Miran, pero no ven nada interesante. A mi derecha niños jugando, pero sin demasiado entusiasmo. A mi izquierda un señor se muestra muy interesado en que su pareja se tueste los cachetes, y arremete con verdadero fervor y cariño la parte baja del bikini por la ranura de los gluteos, dejando un ligeramente celulítico culo a merced de los rayos del astro rey.
Decido bañarme. Me acerco al agua y observo con desagrado un trozo de alga. Recuerdo entonces lo coñaza que es la playa y lo delicado que soy. Intento entrar al agua, pero el agua me causa una ligera molestia, llamada comúnmente impresión, que me obliga a mantener unas posturas bastante raras e infructuosas, pues no me evitan el mal trago de meterme en el agua. Nado un poco hacia allá. Hay pompas. Hado otro poco hacia acá. Hay algas. Me decido por quedarme donde estoy y manoteo un rato.
Salgo y me recuesto en la sobra. Duermo y me despiertan con la propuesta de una partida de palas. Récord absoluto: dos palazos. Orgullosísimo de mi mismo. Granizada de limón y un baño como recompensa.
Es hora de volver. La gente lo atestigua vaciando la playa. Nuestros vecinos persisten en el alcoholismo en copas de plástico. Debe ser el british equivalent al "arreglá pero informal". Con el sótano bien despejado, volvemos a casa.
Con tierra por todas partes, por supuesto.
lunes, 27 de junio de 2011
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