sábado, 2 de julio de 2011

Benita

Se levantó como cada mañana. Estaba sola. Sus nietos ya se habían ido al instituto. Su hija y su yerno estaban trabajando.

Desayunó tal y como a ella le gustaba, con bata y con la radio a todo volumen, cantando las coplas de cuando era joven y aún tenía ganas de bailar. Luego vinieron su marido, sus hijos y una vida para cuidarlos a todos. Y ahora que ella necesitaba algo de ayuda y cariño, se sentía como un parche en aquella casa que jamás le gustó y a la que se mudó por aquello de las vueltas que da la vida.

Pero todo eso iba a cambiar. Ayer recibió una carta. Una carta que la iba a salvar de su monotonía y su desesperanza. Por fin encontró un sitio para ella.

Se arregló con su mejor vestido y salió a la calle. Pensó en ir en taxi, pero le pareció un dispendio para una pobre jubilada con pensión de viudedad como ella, así que se fue a la parada del autobús. La emoción le hacía la espera interminable.

Unas cuantas paradas y llegó a su destino. Atravesó la puerta verde y entró a un bonito jardín. Se fue parando en oler las flores que jalonaban el camino hacia el edificio. Subió las escaleras, se abrió la puerta automática y preguntó a la recepcionista si podía hablar con el director, pues estaba citada esa mañana con él.

- Un momento, por favor. Puede esperar en la sala de espera que tiene a su derecha. Usted debe ser Benita, ¿verdad?.
- Sí, soy Benita.
- Encantada, yo soy Adela, la recepcionista.

Entró en el saloncito y se sentó en un sofá. No conseguía recordar desde cuando no estaba tan nerviosa.

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