Debido a mi reciente interés en las sopas veraniegas, he decidido adquirir una batidora de vaso para tal fin. Además, con ella también quiero hacer batidos, porque últimamente tengo una obsesión por hacer un batido de plátano que no es ni normal.
Total, que cojo mi coche y me acerco a un establecimiento de la capital, de nombre María Márquez, a ver qué me ofrecen. Aparco, paso la puerta y un montón de ruidos invaden mi cabeza. Le pido al guardia de seguridad que me indique dónde quedan las batidoras, momento de despiste que aprovecha un señor para mangarse indisimuladamente una tele de 42''. Cuando el vigilante se da cuenta, el afortunado poseedor de una tele gratuíta ya está en Sebastopol. Cuando se vuelve para dirigirme una mirada fulminadora yo estoy ya dirigiéndome a la zona en cuestión.
Al llegar repaso los precios e, instintivamente, me fijo en la más cara. Parece que le sale una pantalla de televisión que canta las bondades del aparato. ¡Qué maravilla! me digo a mi mismo con cara de asombro. Pero me doy cuenta después que la pantalla sale del expositor, no del aparato en cuestión, cosa que me causa una relativa decepción.
Un tanto desanimado y sin saber qué hacer decido, cosa rara en un hombre, pedir consejo a un vendedor/a. Me acerco al punto de información y me encuentro a una pareja de vendedores. El repasa el albarán y ella se lo come con la mirada. Le acaricia el cuello mientras él se hace el duro, muy en su papel de chico indiferente y frío. Y, en ese momento, viene a mi mente la imagen de la pareja de vendedores montándoselo en la línea de cajas, donde ella transforma sus gemidos en bips, como si cada arremetida de él fuera un código de barras pasado por el lector.
Interrumpo la escena de cortejo para pedir ayuda y ambos me fulminan con la mirada. Ya van tres con el segurata. Tras echarme a suertes indisimuladamente me acompaña el joven, mientras ella se va tras el vendedor de informática, con su perilla y su aire de romántico del siglo XIX. Al llegar delante de los aparatos en cuestión el vendedor me interroga sobre los usos futuros del aparato. Viene a mi mente una escena de La Guerra de las Galaxias, donde cada droide se pelea porque lo compren. Pareciera que toman vida, que salen bracitos implorantes de cada batidora. Pobres diablos...
Me muestra la importancia de las hélices de acero inoxidable. Asimismo, y para una correcta limpieza, me recomienda que elija una en la que el vaso sea extraíble, puesto que nunca se sabe cuando una bacteria rebelde se va a quedar en el vaso de la batidora, o incluso resguardado en la puntita de la hélice. Asiento con cara de preocupación y casi exclamo "Puñeteras bacterias... idos al infierno", pero una fuerza hace que me contenga. Y, por último, me indica que debo elegir una con versatilidad en las revoluciones, puesto que no se pueden batir a la misma velocidad todos los alimentos, para lo que me regala una guía explicativa y un imán-resumen para la nevera. Después de algunas cuestiones por mi parte y viendo que la vendedora no ha tenido suerte en la sección de informática, elijo uno de los modelos más caros para resarcir de las molestias al vendedor y me dirijo, feliz, a la línea de caja.
Desde luego, ¡qué bonito es consumir!
miércoles, 13 de julio de 2011
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